Todos nos hemos sentido ofendidos en alguna ocasión por palabras o actos que hemos considerado un insulto, una provocación o un ataque. Una ofensa a nuestra persona, en definitiva. Unas veces hemos tomado la decisión de pasar del asunto, otras hemos tenido el valor de ver que el “ofensor” tenía razón, y en otras ocasiones hemos devuelto una respuesta o acto a modo de defensa. Esto último es humano, muy común y poco deseable.
Cuando atravesamos por algún momento difícil en nuestras vidas, estamos un poco más irritados, sensibles o irascibles de lo normal, y entonces adoptamos una actitud defensiva, así de primeras. Por protocolo, soltamos la bomba y luego miramos a ver qué ha pasado. Cualquier cosa nos afecta y saca de quicio, por nimia que sea, y vemos ofensas donde no las hay. Es humano aunque no modélico.
Hay individuos que se han instalado en esta forma de expresarse en su mundo, y muestran de forma abierta y cotidiana una actitud agresiva, atacando a quien se ponga por delante pero cebándose especialmente con los seres que tienen más cerca, que son los que les quieren. El efecto que tiene en su vida y las de los que les rodean, es nefasto, agotador y totalmente contraproducente, pues en lugar de obtener el respaldo y valoración que necesitan, lo que ellos ven es incomprensión, más ofensas y desvaloración. El problema no está en los demás o en lo que hagan o digan, sino en ellos mismos y es allí donde debe trabajarse para hallar la solución.
Son personas muy sensibles y se sienten muy vulnerables ante los demás, han aprendido a valorarse en función de lo violentos que pueden mostrarse. Es decir, usan una demostración de fuerza bruta y/o violencia física o psicológica para posicionarse en el grupo al que pertenecen. Cuanto más violentos, agresivos, chillones y testarudos los perciben los demás, más seguros se sienten. El miedo que ven en los rostros de las personas que tienen cerca, es lo que les afirma en su poder, aunque sepan que esto no es bueno ni se sientan en el fondo, orgullosos de ocasionar tal malestar.
Su método aprendido de defensa es el ataque preventivo para evitar ser heridos. Esta es la cara que desean mostrar, para que no se descubra su inseguridad y la baja estima que se profesan. Buscan ser vistos por el prójimo como ellos consideran que es lo opuesto a lo que saben que son en realidad. Son conejillos disfrazados de dragón enfurecido, y el caso es que todos sabemos manejar un conejillo asustado, pero poca gente se atreve con un dragón armado para la batalla. Esa es la sensación que desean provocar, aunque muchos no son conscientes de ello en muchas ocasiones.
El problema de fondo de estas personas es lo insignificantes que se sienten frente a otros, y la desesperación que les genera imaginar un futuro así. No han aprendido de pequeños a valorarse de forma sana, sin compararse con compañeros de clase, amigos o familiares; no se ha fomentado su creatividad y no se ha respetado su sensibilidad, lo que ha acarreado vivir con una colección de heridas abiertas constantemente. No se han sentido queridos siempre, o deseados como hijos, o han tenido la percepción de que estorbaban en la vida de los adultos. Guardan algún trauma relacionado con la falta de amor e integración en la familia, que les ha dejado una profunda huella que no han sabido gestionar de mejor modo.
Ahí está el quid de la cuestión. En aprender a gestionar algo que les supera. Ellos sufren al ver los dramáticos efectos que sus palabras y acciones tienen sobre el ánimo de su familia o amigos, y desean no ser violentos pero no saben cómo. Sufren enormemente y se detestan, pero no saben canalizar su rabia y angustia de otra manera. Su miedo a mostrarse vulnerables e inseguros, les domina. Esto hace además que busquen evadirse siempre que pueden, y las formas son diversas; pueden optar por comprar compulsivamente si tienen acceso a dinero, drogarse, delinquir por el placer que les produce sentirse poderosos. Pueden también caer en una depresión que les ancle al sofá y pasarse el día delante de la televisión o jugando a videojuegos. Otros utilizarán el sexo para sentirse valorados de alguna manera, y pueden practicar un sexo violento o tierno, pero nunca sano pues les mueve la necesidad de valoración, no de compartir lo que son.
Cuando se les muestra que pueden aprender a gestionar su rabia e inseguridad de otras formas, y aprender a valorarse sin compararse con otras personas, y a quererse y respetarse con sus miedos y sus grandezas, entonces pueden dejar de usar la máscara de violencia, y mostrar lo que de verdad son. Se pueden descubrir así, personas hipersensibles con una enorme capacidad para conectar con otros seres, a nivel emocional. La violencia es sólo la expresión del miedo a que se descubra lo que son en realidad, y de lo que se avergüenzan. El ser humano no puede no expresarse y compartir lo que es, no estamos aquí para ser ermitaños y no estamos programados para vivir así; por eso todos logramos expresar lo que nos pasa de una forma u otra. Ellos no son nada diferentes al resto y piden ayuda como saben.
Enfrentarse a personas violentas es muy difícil y hace falta mucho valor y seguridad, porque podemos salir bien heridos. Ellos se han especializado en hacer daño físico pero sobre todo psicológico, y lo hacen verdaderamente bien. Por eso, es más fácil cuando trata con ellos un especialista en estas conductas, que no esté implicado emocionalmente. Es necesario tener tacto y diplomacia pero también sangre fría y contundencia a la hora de ponerles la verdad delante, al ritmo adecuado a cada uno.
Un aspecto importante que enseñan estas personas a sus familiares, es que no han aprendido nada que sus padres no les hayan enseñado antes. Aceptar esto es más difícil para un progenitor, que todo el daño psicológico que les provocan sus agresivos hijos; sin embargo, responsabilizarse de la violencia que un hijo muestra, es vital para la curación y la superación de bloqueos de ambas partes; paternal y filial. No hace falta pegar a nadie un bofetón para que surja un adulto violento, las palabras y la actitud pueden lograrlo sin usar la fuerza bruta. Aceptar la inseguridad y desvaloración que sufren los propios padres, les ayuda a comprender la conducta de su hijo.
Mostrarles aprecio, confianza en sus capacidades, valoración de su persona, cariño y respeto, conforma el primer paso para lograr que se integren y se quieran. Una vez restablecida la confianza en ellos mismos, pueden permitirse descubrir lo innecesaria que resulta su agresividad. Entonces es cuando son capaces de ver el dolor que han provocado con su actitud. En este punto es crucial no utilizar su vergüenza para hacerles sentir culpables, pues podrían volver al punto inicial. No hay culpables ni merece la pena buscarlos, así más vale dedicar el esfuerzo a construir un futuro de equilibrio y paz, basado en la autoestima y confianza personal.
Conviene no olvidar nunca que la violencia se aprende, como se aprende el respeto. Muy poca gente hay que sea violente de forma innata.